UN ÚNICO ESTADO COMO SOLUCIÓN
Ante el colapso del gobierno de Netanyahu en el Acuerdo de paz de Wye, ha llegado el momento de cuestionarse si el proceso global iniciado en Oslo en 1993 es el instrumento adecuado para proporcionar la paz entre palestinos e israelíes. Desde mi punto de vista, el proceso de paz ha alejado de hecho la verdadera reconciliación que debe darse para que acabe la guerra de cien años entre el sionismo y el pueblo palestino. Oslo dispuso el escenario para la separación pero la paz real sólo podrá alcanzarse mediante un Estado binacional israelo-Palestino.
No es fácil imaginarlo. El discurso oficial sionista-israelí y el palestino son irreconciliables. Los israelíes dicen que llevaron a cabo una guerra de liberación por medio de la cual lograron la independencia; los palestinos mantienen que su sociedad fue destruida y la mayoría de su población expulsada. Y de hecho, esta irreconciabilidad ha sido bastante obvia para varias generaciones de dirigentes y pensadores sionistas como lo ha sido, desde luego, para todos los palestinos.
«El sionismo no fue ciego a la presencia de los árabes en Palestina», escribe el distinguido historiador israelí Zeev Sternhell en su reciente libro Los mitos fundacionales de Israel. «Incluso aquellas figuras del sionismo que nunca habían visitado el país sabían que no estaba vacío de habitantes. Al mismo tiempo, ni el movimiento sionista exterior ni los pioneros que empezaban a asentarse en el país pudieron articular una política hacia el movimiento nacional palestino. La verdadera razón de ello no fue la falta de comprensión del problema sino un claro reconocimiento de la insuperable contradicción entre los objetivos básicos de ambas partes. Si los intelectuales y dirigentes sionistas ignoraron el dilema árabe fue principalmente porque sabían que el problema no tendría una solución dentro del ideario sionista».
David Ben Gurion, por ejemplo, fue siempre claro: «No hay un ejemplo en la Historia», decía en 1944, «de un pueblo que diga aceptamos renunciar a nuestro país, dejemos que otro pueblo venga y se asiente aquí superándonos en número». De igual modo, otro líder sionista, Berl Katznelson, no se hizo ilusiones acerca de que la oposición entre los objetivos sionistas y palestinos pudiera llegar a superarse. Y los binacionalistas como Martin Buber, Judah Magnes y Hannah Arendt fueron plenamente conscientes del enfrentamiento al que se podría llegar en caso de producirse, como de hecho ocurrió.
Superando enormemente en número a los judíos durante el periodo posterior a la Declaración Balfour de 1917 y al Mandato Británico, los árabes de Palestina siempre rechazaron todo lo que pudiera comprometer su predominio numérico. Es injusto censurar a los palestinos retrospectivamente por no haber aceptado la partición en 1947. Hasta 1948, los judíos poseían únicamente el 7% de la tierra. ¿Por qué, plantearon los árabes cuando se propuso la resolución de partición, deberíamos conceder el 55% de Palestina a los judíos siendo estos una minoría en Palestina? Ni la Declaración Balfour ni el Mandato admitieron nunca explícitamente que los palestinos tuvieran derechos políticos en Palestina, aunque sí reconocieron sus derechos civiles y religiosos. De este modo, se construyó desde el principio la idea de la desigualdad entre judíos y árabes en la política británica, al igual que más tarde se haría con la política entre Israel y eeuu.
El conflicto se presenta como irresoluble porque se trata de una batalla por la misma tierra entre dos pueblos que siempre creyeron tener derechos válidos sobre ella y que esperaban que la otra parte renunciaría con el tiempo o se iría. Una de las partes ganó la guerra, la otra la perdió; pero la contienda permanece más viva que nunca. Los palestinos se preguntan por qué un judío nacido en Varsovia o en Nueva York tiene, de acuerdo con la Ley del Retorno israelí, derecho a asentarse aquí, mientras que nosotros, el pueblo que vivió aquí durante siglos, no podemos. Después de 1967 el conflicto se exacerbó. Los años de ocupación militar han creado en la parte más débil amargura, humillación y hostilidad.
RENUNCIAR A LA MEMORIA
Para su descrédito, Oslo ha hecho poco por cambiar esta situación. Arafat y su menguante número de seguidores han sido convertidos en valedores de la seguridad de Israel mientras los palestinos se han visto obligados a soportar la humillación de las terribles y discontinuas reservas que apenas suponen el 10% de Cisjordania y el 60% de Gaza. Oslo nos exige que olvidemos y que renunciemos a nuestra historia de pérdidas, desposeídos por el mismo pueblo que nos enseñó a todos nosotros la importancia de no olvidar el pasado. Así, somos las víctimas de las víctimas; los refugiados de los refugiados.
La razón de ser de Israel como Estado ha sido siempre que debería existir un país propio, un refugio, exclusivamente para los judíos. Los mismos Acuerdos de Oslo se basaron en el principio de la separación entre los judíos y los otros, como Yitzhak Rabin repetía incansablemente. Por contra, en los últimos cincuenta años, especialmente desde que los asentamientos israelíes se implantaran por primera vez en los Territorios Ocupados en 1967, la vida de los judíos se ha entretejido más y más cada vez con la de los no Judíos.
El esfuerzo por la separación ha tenido lugar simultánea y paradójicamente con el esfuerzo por tomar más y más tierra, lo que ha supuesto que Israel haya ido incorporando más y más palestinos. En el interior de Israel, los palestinos son casi un millón, suponen cerca del 20% de la población. Entre Gaza, Jerusalén Oriental y Cisjordania, donde los asentamientos son más densos, hay casi dos millones y medio de palestinos. Israel ha construido un sistema de autovías y carreteras que conectan los asentamientos, diseñadas para circunvalar las ciudades y aldeas palestinas evitando a los árabes. Pero la superficie de tierra de la Palestina histórica es tan diminuta, tan entrelazados están los palestinos y los israelíes a pesar de su desigualdad y aversión, que una separación aséptica sencillamente no podrá tener lugar ni funcionar. Se estima que para el 2010 la paridad demográfica será una realidad. Y entonces, ¿qué?
Claramente, un sistema de privilegios para los judíos israelíes no satisfará ni a los que quieren un Estado enteramente homogéneo de judíos ni a los no judíos que vivan allí. Para los primeros, los palestinos son un obstáculo del cual hay que deshacerse de algún modo; para los últimos, ser palestino en un medio político judío significa el eterno desgaste de vivir con un estatuto inferior. Pero los palestinos israelíes mantienen una posición inamovible; consideran que ya están en su país y rechazan cualquier propuesta que contemple su instalación en un Estado palestino separado en el caso de que llegara a crearse. Mientras tanto, las miserables condiciones impuestas a Arafat le están poniendo difícil dominar a los muy politizados habitantes de Gaza y Cisjordania. Estos palestinos mantienen unas aspiraciones de autodeterminación que, contrariamente a los cálculos israelíes, no muestran ningún signo de debilitarse. Es evidente, asimismo, que como pueblo árabe —y dados los desalentadores tratados de paz entre Israel y Egipto e Israel y Jordania, este hecho es relevante— los palestinos quieren preservar a toda costa su identidad árabe como parte del mundo árabe-islámico que les rodea.
Por todo ello, el problema radica en que la autodeterminación palestina en un Estado separado es impracticable, tanto como lo es el principio de separación entre los dos pueblos, cuando la población árabe sin soberanía está demográfica e irreversiblemente ligada y mezclada con la población judía. La cuestión, a mi entender, no radica en qué medidas idear para persistir en el intento de separarlas sino ver si les es posible vivir juntas tan justa y pacíficamente como sea posible.
Lo que existe hoy es un descorazonador, por no decir terrible, callejón sin salida. Los sionistas de dentro y de fuera de Israel no desisten de su empeño de disponer de un Estado judío propio; los palestinos quieren lo mismo para ellos, a pesar de haber aceptado mucho menos que eso en Oslo. Mientras tanto, en ambos casos, la idea de un Estado «solo para nosotros» choca con una realidad: ya no es posible una limpieza étnica o una expulsión, como la que ocurrió en 1948, ni a manos de israelíes ni a manos de palestinos. Ninguna de las partes tiene una opción militar factible respecto al otro, y eso, siento decirlo, es lo que les ha llevado a ambos a optar por una paz que busca lograr lo que no es realizable por la guerra.
Cuanto más persistan los actuales modelos de asentamientos israelíes y se mantenga el confinamiento al que están sometidos y a los que se resisten los palestinos, menos probable será que haya seguridad real para cada parte. La obsesión de Netanyahu con la seguridad, expresada únicamente en términos de la aceptación palestina a sus demandas, ha sido siempre un absurdo evidente. Por un lado, él y Ariel Sharon contribuyeron a apiñar, más y más, a los palestinos cuando instaron estridentemente a los colonos a apropiarse de todas las tierras que pudiesen. Por otro lado, Netanyahu suponía que tales métodos forzarían a los palestinos a aceptar todo lo que Israel hiciese sin contrapartidas por su parte.
Arafat, apoyado por Washington, es cada día más represor. Haciendo uso de las inverosímiles Regulaciones de Emergencia del Mandato británico de 1936 contra los palestinos, ha decretado recientemente, por ejemplo, que es un crimen no sólo incitar a la violencia racial o religiosa sino criticar el proceso de paz. No existe Constitución palestina ni Ley Básica: Arafat simplemente rechaza aceptar limitaciones a su poder derivado del apoyo norteamericano e israelí. ¿Quién puede creer realmente que todo esto puede proporcionar la seguridad a Israel y la sumisión permanente por parte palestina?
EL CONCEPTO DE CIUDADANÍA
La violencia, el odio y la intolerancia se engendran de la injusticia, la pobreza y de un sentimiento de frustración derivado de los incumplimientos políticos.
El pasado otoño, el ejército israelí expropió decenas de hectáreas de tierra palestina en la aldea de Um al-Fahm, localidad que no forma parte de Cisjordania sino que se encuentra en el interior de Israel. Ello evidenció el hecho de que, aún siendo ciudadanos israelíes, a los palestinos se les trata como inferiores, como una especie de subclase que vive en condiciones de apartheid.
Al mismo tiempo, debido a que tampoco Israel tiene una Constitución escrita y a que los partidos ultraortodoxos están adquiriendo más y más poder, existen grupos judíos israelíes e individuos que han empezado a organizarse alrededor de la idea de una plena democracia secular para todos los ciudadanos israelíes. El carismático Azmi Bishara, un árabe israelí miembro del parlamento [israelí], ha hablado también de extender el concepto de ciudadanía con el fin de dejar atrás los criterios étnicos y religiosos que en la actualidad hacen de Israel, de hecho, un Estado no democrático para el 20% de su población.
En Cisjordania, Jerusalén y Gaza la situación es profundamente inestable y explosiva. Protegidos por el ejército, los colonos israelíes (casi 350000 de ellos) viven en condiciones de extraterritorialidad, privilegiados con derechos que no se reconocen a los palestinos. Por ejemplo, los palestinos de Cisjordania no pueden ir a Jerusalén; el 70% del territorio está sometido todavía a la legislación militar israelí, con sus tierras susceptibles de ser confiscadas. Israel controla los recursos hídricos palestinos y la seguridad, así como las salidas y las entradas. Incluso el nuevo aeropuerto de Gaza* está bajo control de la seguridad israelí. No hay que ser un experto para darse cuenta de que esto es una receta para extender el conflicto y no para limitarlo. Aquí hay que hacer frente a la verdad, no evitarla o negarla.
Hay judíos israelíes que hablan cándidamente sobre el «post-sionismo» en tanto que tras 50 años de historia israelí, el sionismo clásico no ha sido capaz de dar una salida ni a la presencia palestina ni a la presencia exclusivamente judía. En la actualidad, no veo otra solución que empezar a plantearnos el compartir la tierra que nos ha puesto juntos, compartirla de un modo verdaderamente democrático, con los mismos derechos para cada ciudadano. No podrá haber reconciliación a menos que ambos pueblos, dos comunidades que sufren, resuelvan que su existencia es un hecho laico y que como tal hay que hacerle frente.
Ello no significa un retroceso de la vida judía como vida judía o una rendición de las aspiraciones y de la existencia política de los árabes palestinos. Al contrario, significa la autodeterminación para ambas partes. Pero significa sobre todo, querer hacerlo para mitigar, disminuir y, finalmente, renunciar a que un pueblo tenga un estatuto especial a expensas de otro. La Ley del Retorno para los judíos y el derecho al retorno de los refugiados palestinos deben ser considerados y ajustados conjuntamente. Las dos nociones de «El Gran Israel» como la tierra del pueblo judío dada por Dios, y de Palestina como una tierra árabe que no puede ser alienada de la nación árabe requieren ser reducidas en escala y exclusividad.
Curiosamente, la milenaria historia palestina proporciona, al menos, dos precedentes para pensar en tales términos laicos y moderados. El primero, que Palestina es y ha sido siempre una tierra de muchas historias; constituye una simplificación radical pensar en ella como principal o exclusivamente judía o árabe. Mientras la presencia judía es antigua, no es de ningún modo la más importante. Entre otros habitantes se incluye a los cananeos, moabíes, yebusíes y filisteos en la Edad antigua, y romanos, otomanos, bizantinos y cruzados en la Edad moderna. Palestina es multicultural, multiétnica y multirreligiosa. No hay justificación histórica para la hegemonía como no la hay para mantener nociones de pureza étnica o religiosa hoy.
El segundo, durante el período de entreguerras, un pequeño pero importante grupo de pensadores judíos (Judah Magnes, Buber, Arendt y otros) argumentaron a favor y abogaron por un Estado binacional. La lógica del sionismo, naturalmente, aplastó sus esfuerzos pero la idea sigue viva en la actualidad aquí y allá entre individuos judíos y árabes frustrados por las evidentes insuficiencias y depredaciones del presente. La esencia de su visión es la coexistencia y la participación en formas que requieren una voluntad innovadora, arriesgada y teórica para dejar atrás el árido estancamiento de afirmación y de rechazo. Una vez que se produce el reconocimiento del otro como igual, creo que el camino a seguir se hace no solo posible sino también atractivo.
El paso inicial, sin embargo, es difícil de dar. Los judíos israelíes están aislados de la realidad palestina; la mayor parte confiesa que en realidad no les preocupa. Recuerdo la primera vez que conduje desde Ramala al interior de Israel pensando que aquello era como ir desde Bangladesh hasta el sur de California. Pero la realidad nunca es tan bella. Los palestinos de mi generación, todavía sacudidos por el golpe de haberlo perdido todo en 1948, ven casi imposible aceptar que sus hogares y sus tierras fueron usurpados por otro pueblo. No encuentro modo alguno de evadir el hecho de que en 1948 un pueblo desplazó a otro cometiendo con ello una gran injusticia. Leer la historia palestina y judía conjuntamente no solo ilustra en toda su fuerza acerca de las tragedias del Holocausto y de lo que posteriormente ocurrió a los palestinos, sino que revela cómo en el curso de la intrincada vida israelí y palestina, desde 1948 un pueblo, el palestino, ha soportado una desproporcionada cuota de dolor y pérdida.
Los israelíes religiosos y derechistas y sus seguidores no tienen ningún problema con esta formulación. Sí, dicen, nosotros ganamos, pero así es como debía ser. Esta es la tierra de Israel, de nadie más. Escuché estas palabras a un soldado israelí mientras vigilaba un bulldozer que estaba destruyendo una parcela de tierra palestina en Cisjordania para expandir una autopista, mientras su dueño miraba impotente.
Pero estos no son los únicos israelíes. Otros que quieren la paz como resultado de la reconciliación, están descontentos con el peso de los partidos religiosos sobre la vida israelí y con las injusticias y frustraciones a las que Oslo ha dado pie. Muchos de esos israelíes se manifiestan contra las expropiaciones de tierra y las demoliciones de viviendas que ordena su gobierno. De manera que uno percibe una sana voluntad de querer buscar la Paz en otro sitio que en las expropiaciones de tierras y en las bombas suicidas.
Para algunos palestinos, debido a que son la parte débil, los perdedores, la renuncia a una plena restauración de la Palestina árabe supone renunciar a su propia historia. Muchos otros, sin embargo, especialmente los de la generación de mi hijo, ven con escepticismo a sus mayores y miran el futuro de manera menos convencional, más allá del conflicto y de la interminable pérdida. Obviamente, el stablishment de ambas comunidades está demasiado comprometido en formular propuestas políticas pragmáticas para que se aventure a algo más arriesgado. Pero otros pocos (palestinos e israelíes) han empezado a formular alternativas radicales al statu quo. Se niegan a aceptar las limitaciones de Oslo, lo que un universitario israelí ha denominado paz sin palestinos, mientras otros me dicen que la verdadera lucha es la de la igualdad de derechos para árabes e israelíes, no una separada, necesariamente dependiente y débil entidad palestina.
Para empezar hay que desarrollar algo que hoy por hoy está absolutamente ausente de la realidad palestina e israelí: la idea y la práctica de la ciudadanía, no de la comunidad étnica o racial, como vehículo principal para la coexistencia. En un Estado moderno, todos sus miembros son ciudadanos en virtud de su presencia y por compartir derechos y responsabilidades. La ciudadanía, así pues, otorga a un judío israelí y a un árabe palestino los mismos privilegios y recursos.
Se hace necesaria una Constitución y una declaración de derechos para avanzar más allá de la casilla de salida del conflicto porque cada parte tendría el mismo derecho a la autodeterminación; esto es, el derecho a practicar la vida de su comunidad en su propio modo, sea éste judío o palestino, quizá en cantones federados, con una capital conjunta en Jerusalén, e idéntico acceso a la tierra y con los mismos derechos civiles y jurídicos. Ninguna parte debería ser rehén de los extremistas religiosos.
Sin embargo, los sentimientos de persecución, sufrimiento y victimismo están tan arraigados que es casi imposible tomar iniciativas políticas que mantengan a judíos y árabes en los mismos principios de igualdad civil y que eviten el lamentable «nosotros contra ellos». Los intelectuales palestinos necesitan expresar su caso directamente a los israelíes, en foros públicos, en las universidades y en los medios de comunicación. El reto está en y es para la sociedad civil que ha estado durante tanto tiempo subordinada a un nacionalismo que se ha transformado en un obstáculo para la reconciliación. Es más, la degradación del discurso —simbolizado en el regateo de Arafat y Netanyahu mientras se comprometen los derechos palestinos ante las desmesuradas preocupaciones de seguridad— impide que emerja cualquier perspectiva más amplia y más generosa.
Las alternativas son desagradablemente simples: o bien la guerra continúa, junto con el alto coste derivado del actual proceso de paz, o se busca activamente, a pesar de los obstáculos, una salida basada en la paz y la igualdad, como en Sudáfrica tras el apartheid. Una vez que se acepta que palestinos e israelíes están allí para quedarse, entonces la conclusión decente tiene que ser la necesidad de una coexistencia pacífica y una genuina reconciliación. La verdadera autodeterminación. Desgraciadamente, la injusticia y la beligerancia no desaparecen por sí mismas: deben ser atacadas por aquellos a los que conciernen.
[publicado en el New York Times Magazine el 10 de enero de 1999 con el título «The One-State Solution». traducción de Loles Oliván para Nación Árabe.]
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