Incluimos aquí algunos fragmentos significativos de El hilo de la memoria, el libro recientemente reeditado de la periodista Teresa Aranguren.
El
lenguaje es lo primero que hay que conquistar cuando se emprende una
batalla, especialmente si la batalla es de conquista. La colonización
de Palestina comenzó con la conquista del lenguaje incluso antes
que la tierra. No decimos el drama, el exterminio o el expolio
palestino sino “La cuestión palestina “, el término que los
ingleses acuñaron para dar envoltura burocrática, sesuda y aséptica
al proyecto que comenzó a gestarse en Europa a finales del XIX y en
virtud del cual se decidió sacrificar el destino de todo un pueblo,
que no es sino vidas que tomadas una a una tienen rostro, carne,
sangre y nombres y proyectos de futuro y recuerdos y rencillas
irresueltas y genealogías familiares con abuelos y bisabuelos
enmarcados en fotografías de color sepia en la pared de salón.
Los
grandes atropellos de la historia no siempre se cometen por odio,
sino por indiferencia hacia el otro. En el odio, el otro, el odiado,
está presente, existe, incluso se podría decir que es
imprescindible como sostén del odio. La indiferencia despoja de
entidad al otro, lo cosifica, lo puede considerar obstáculo o apoyo
o ambas cosas a la vez o una y otra sucesivamente, pero siempre lo
excluye de la categoría de un “nosotros” dotado de derechos,
necesidades, sentimientos y aspiraciones que el otro no tiene. Esa es
la base del pensamiento colonial y del racismo. Africanos, indios,
árabes, pueblos-cosa para la mentalidad colonial, la que imperó
“naturalmente” en Europa hasta la mitad del siglo XX, eran poco
más que elementos de un paisaje exótico.
El
problema con los árabes de Palestina es que ese paisaje se quería
vacío.
Se
sabía que había pueblo en Palestina.
Ese
era el problema. Un pueblo problema. Cuestión a resolver.
Conquistar
el lenguaje. Conquistar la tierra. Vaciar la tierra.
Beirut
Todas
las ciudades bombardeadas se parecen. Todas convocan el mismo surtido
de adjetivos: fantasmagórico, desolador, irreal a veces. En un
edificio aún en pie pero sin fachada, un reloj de cocina, pendiendo
de una pared abierta al vacío, marcaba una hora inmóvil; en mitad
de la calle, a modo de absurdo mobiliario urbano, se exhibía una
pila de fregar intacta y llena de cascotes, entre montones de basura
humeante y la ausencia de gente. Más que derruidos en montañas de
escombros, los edificios de Beirut, edificios de varias plantas,
parecían haberse plegado sobre sí mismos, grandes placas de
hormigón desprendidas en bloque habían formado extrañas
estructuras arquitectónicas, imponentes fortalezas asimétricas
diseñadas por un amante del caos.
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La
casa estaba llena de cuadros de un estilo como naif. Casi todos
tenían el mismo motivo: escenas, calles y barrios de Haifa. Sobre
uno de esos cuadros, el pintor nos dijo que podía recitarnos los
nombres de cada una de las gentes y las familias que habían vivido
en la calle que aparecía minuciosamente dibujada casa a casa y que
habían sido sus vecinos y sus compañeros de juegos cuando él era
un niño y esa era su calle y Haifa era aún su ciudad.
Su
pintura era un modo de combatir el tiempo y salvar la memoria.
¿Sabes?
No hay un solo día en el que no recuerde mi casa, casi siempre antes
de dormirme me viene a la mente la última imagen que tengo de ella
con las gentes del Haganah en el jardín empujándonos a subir al
camión. Mi madre tenía macetas de flores en todos los balcones, y
yo clavé mi mirada en uno de ellos mientras el camión se alejaba y
aún sigo viéndolo, toda mi vida seguiré viéndolo.
El
pintor era de familia musulmana y su mujer era cristiana. No tenían
hijos. Parecían quererse mucho. Una pareja en el umbral de la vejez
que se cuidaban uno a otro.
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Habían
acudido al hospital no porque estuvieran heridas sino porque la
anciana padecía del corazón y necesitaba tratamiento. Su nieta la
acompañaba y la protegía. La pequeña Nahla sujetaba la mano de la
abuela y de vez en cuando le daba ligeras palmaditas de ánimo. Con
la ayuda de Ibrahim nos explicó la muerte de su familia. No lloró
al contarlo, de vez en cuando miraba a su abuela como temerosa de que
su relato la hiciese sufrir. Era conmovedoramente responsable y
generosa. Nos dijo que la OLP estaba intentando sacarlas de Beirut y
enviarlas a Damasco donde ella podría ir a estudiar en un colegio
“para huérfanos de los mártires palestinos” y donde su abuela
podría vivir sin el pánico de las bombas.
Nahla,
de mayor, quería ser médico.
Tuve
la certeza de estar ante un ser humano extraordinario, uno de esos
seres que, al existir, hacen que el mundo sea más habitable y
mejores a aquellos a quienes tocan. Nahla estaba tocada por la
gracia.