martes, 28 de noviembre de 2023

EL HILO DE LA MEMORIA, por TERESA ARANGUREN

Incluimos aquí algunos fragmentos significativos de El hilo de la memoria, el libro recientemente reeditado de la periodista Teresa Aranguren.


El lenguaje es lo primero que hay que conquistar cuando se emprende una batalla, especialmente si la batalla es de conquista. La colonización de Palestina comenzó con la conquista del lenguaje incluso antes que la tierra. No decimos el drama, el exterminio o el expolio palestino sino “La cuestión palestina “, el término que los ingleses acuñaron para dar envoltura burocrática, sesuda y aséptica al proyecto que comenzó a gestarse en Europa a finales del XIX y en virtud del cual se decidió sacrificar el destino de todo un pueblo, que no es sino vidas que tomadas una a una tienen rostro, carne, sangre y nombres y proyectos de futuro y recuerdos y rencillas irresueltas y genealogías familiares con abuelos y bisabuelos enmarcados en fotografías de color sepia en la pared de salón.

Los grandes atropellos de la historia no siempre se cometen por odio, sino por indiferencia hacia el otro. En el odio, el otro, el odiado, está presente, existe, incluso se podría decir que es imprescindible como sostén del odio. La indiferencia despoja de entidad al otro, lo cosifica, lo puede considerar obstáculo o apoyo o ambas cosas a la vez o una y otra sucesivamente, pero siempre lo excluye de la categoría de un “nosotros” dotado de derechos, necesidades, sentimientos y aspiraciones que el otro no tiene. Esa es la base del pensamiento colonial y del racismo. Africanos, indios, árabes, pueblos-cosa para la mentalidad colonial, la que imperó “naturalmente” en Europa hasta la mitad del siglo XX, eran poco más que elementos de un paisaje exótico.

El problema con los árabes de Palestina es que ese paisaje se quería vacío.

Se sabía que había pueblo en Palestina.

Ese era el problema. Un pueblo problema. Cuestión a resolver.

Conquistar el lenguaje. Conquistar la tierra. Vaciar la tierra.


 

Beirut

Todas las ciudades bombardeadas se parecen. Todas convocan el mismo surtido de adjetivos: fantasmagórico, desolador, irreal a veces. En un edificio aún en pie pero sin fachada, un reloj de cocina, pendiendo de una pared abierta al vacío, marcaba una hora inmóvil; en mitad de la calle, a modo de absurdo mobiliario urbano, se exhibía una pila de fregar intacta y llena de cascotes, entre montones de basura humeante y la ausencia de gente. Más que derruidos en montañas de escombros, los edificios de Beirut, edificios de varias plantas, parecían haberse plegado sobre sí mismos, grandes placas de hormigón desprendidas en bloque habían formado extrañas estructuras arquitectónicas, imponentes fortalezas asimétricas diseñadas por un amante del caos.

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La casa estaba llena de cuadros de un estilo como naif. Casi todos tenían el mismo motivo: escenas, calles y barrios de Haifa. Sobre uno de esos cuadros, el pintor nos dijo que podía recitarnos los nombres de cada una de las gentes y las familias que habían vivido en la calle que aparecía minuciosamente dibujada casa a casa y que habían sido sus vecinos y sus compañeros de juegos cuando él era un niño y esa era su calle y Haifa era aún su ciudad.

Su pintura era un modo de combatir el tiempo y salvar la memoria.

¿Sabes? No hay un solo día en el que no recuerde mi casa, casi siempre antes de dormirme me viene a la mente la última imagen que tengo de ella con las gentes del Haganah en el jardín empujándonos a subir al camión. Mi madre tenía macetas de flores en todos los balcones, y yo clavé mi mirada en uno de ellos mientras el camión se alejaba y aún sigo viéndolo, toda mi vida seguiré viéndolo.

El pintor era de familia musulmana y su mujer era cristiana. No tenían hijos. Parecían quererse mucho. Una pareja en el umbral de la vejez que se cuidaban uno a otro.

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Habían acudido al hospital no porque estuvieran heridas sino porque la anciana padecía del corazón y necesitaba tratamiento. Su nieta la acompañaba y la protegía. La pequeña Nahla sujetaba la mano de la abuela y de vez en cuando le daba ligeras palmaditas de ánimo. Con la ayuda de Ibrahim nos explicó la muerte de su familia. No lloró al contarlo, de vez en cuando miraba a su abuela como temerosa de que su relato la hiciese sufrir. Era conmovedoramente responsable y generosa. Nos dijo que la OLP estaba intentando sacarlas de Beirut y enviarlas a Damasco donde ella podría ir a estudiar en un colegio “para huérfanos de los mártires palestinos” y donde su abuela podría vivir sin el pánico de las bombas.

Nahla, de mayor, quería ser médico.

Tuve la certeza de estar ante un ser humano extraordinario, uno de esos seres que, al existir, hacen que el mundo sea más habitable y mejores a aquellos a quienes tocan. Nahla estaba tocada por la gracia.




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