Murid Barguti

                                           HE VISTO RAMALA

Hacía mucho calor sobre el puente. Una gota de sudor recorre mi frente hasta la montura de las gafas y, después, hasta el cristal. La neblina cubre por entero cuanto veo, espero y deseo. Rememoro las imágenes de una vida que, en su mayor parte, ha transcurrido en el intento de llegar hasta aquí. Ahora cruzo el río Jordán y oigo el crujido de la madera bajo mis pies. En el hombro izquierdo llevo una pequeña bolsa de viaje y ando, con paso normal, en dirección al oeste. Un caminar que parece normal. Detrás de mí, el mundo; delante, mi mundo.
Lo último que recuerdo de este puente es que lo crucé camino de Ramala a Ammán hace treinta años. De Jordania pasé a Egipto, a reanudar mis estudios en la universidad de Al Azhar. Estaba en cuarto y último año de carrera del curso 66-67, el año en que supuestamente habría de licenciarme. Mañana del martes 5 de junio de 1967: examen de latín. Solo quedaba este examen y, dos días después, el de narrativa y, por último, el de teatro. Por fin podría cumplir la promesa que le había hecho a Munif de que aprobaría todas las asignaturas; por fin satisfaría el deseo de mi madre de ver al primero de sus hijos licenciarse en la universidad. Las pruebas anteriores, historia de la civilización europea, poesía inglesa, crítica literaria, lingüística y traducción, habían transcurrido sin sorpresas. Fáciles. Una vez dados a conocer los resultados iría a Ammán y de ahí, a través del mismo puente, a Ramala, donde ya sabía por las cartas de mis padres que habían empezado a pintar la casa en espera de mi regreso con el «diploma».
Hacía mucho calor en el aula. La gota de sudor cae desde mi frente hasta el marco de las gafas. Allí se detiene un momento. Después se desliza sobre el cristal y de ahí sobre las palabras latinas escritas en la hoja de examen. Altus, alta, altum... ¿Qué son esos ruidos afuera? ¿Explosiones? ¿Maniobras del ejército egipcio? Desde hacía días no se hablaba de otra cosa que de guerra. ¿Había empezado ya? Me limpio las gafas con un pañuelo de papel, reviso las respuestas y abandono mi asiento. Le doy la hoja con las respuestas al supervisor del examen. Una cascarilla amarilla de la pintura del techo cae junto a mí y se desmiga sobre la mesa cubierta de folios que se encuentra entre el supervisor y yo. Él mira hacia arriba enfadado. Yo salgo.
Bajo las escaleras de la facultad de Letras. La señora Aicha, una compañera de clase de mediana edad que había entrado en la universidad tras la muerte de su esposo, está sentada en su coche bajo las palmeras del campus. Me llama con su deje francés. Está nerviosa:
—Mughid, Mughid, la guegha ha empezado. Hemos deghibado veinte y tghes aviones.
Me quedé echado hacia delante con la puerta del coche entre las manos. Áhmad Saíd hablaba con fervor por la radio. Resonaban los himnos. Algunos estudiantes se agruparon alrededor de nosotros. Se oyeron comentarios: unos, confiados, otros, temerosos. Con la mano derecha apreté el frasco de tinta Pelikan que siempre llevaba conmigo en los exámenes. Incluso hoy en día no sé por qué dibujé con los brazos un gran arco en el aire y lancé el tintero con todas mis fuerzas hacia el tronco de aquella palmera. El cristal se rompió con un estallido azul de mil fragmentos que se desperdigaron por la hierba.
Desde ahí, desde la emisora de Sawt Al Arab, Áhmad Saíd me dijo que Ramala ya no me pertenecía y que no podría volver a ella. La ciudad había caído.
Los exámenes se suspendieron durante semanas.
Los exámenes se reanudaron. Aprobé y me licencié. Conseguí el diploma de licenciado en Lengua y Literatura Inglesa pero no encontré ninguna pared en la que poner mi título.
Aquellos a los que la guerra sorprendió fuera de la patria trataron de obtener por todos los medios un permiso de «reagrupación», a través de sus parientes más cercanos en Palestina o de la Cruz Roja. Algunos se arriesgaron y trataron de volver de forma clandestina. Israel permite a cientos de ancianos volver pero se lo prohíbe a miles de jóvenes. Desde entonces, el mundo comenzó a llamarnos «desplazados».
El exilio es como la muerte: pensamos que solo le puede pasar a los demás. Desde aquel verano me convertí en ese extraño que siempre pensé que eran los otros. El desplazado: alguien a quien se le renueva el permiso de residencia. Rellena formularios, compra pólizas y sellos; alguien que tiene que presentar pruebas y confirmaciones. Alguien a quien siempre le están preguntando «¿de dónde es usted?» o «¿hace mucho calor en su país?». Alguien que no sigue muy de cerca los intríngulis de la política interna del país donde vive pero que es el primero en sufrir sus consecuencias. Puede que no lo reconforte lo que reconforta a los naturales del país pero siempre tiene miedo cuando ellos lo tienen. Siempre el «elemento infiltrado» en las manifestaciones que ellos hacen aun cuando no haya salido de su casa en todo el día. Alguien cuya relación con los lugares está distorsionada. Se relaciona con ellos pero, al mismo tiempo, los rehúye. Nunca puede contar su versión hasta el final y vive en un mismo momento múltiples momentos, cada uno con su eternidad momentánea, fugaz. Su memoria se resiste a seguir un orden. Vive, en esencia, en esa mancha oculta y callada que hay en él, luchando por salvaguardar su misterio y zafarse de quienes quieren irrumpir en él. Atesora pormenores de una segunda vida que en nada interesan a quienes lo rodean y emboza sus palabras en lugar de mostrarlas. Ama el timbre del teléfono pero lo teme y se asusta de él. El extraño es alguien a quien la gente amable le dice «aquí te encuentras en tu segunda patria; aquí estás entre tu gente». Alguien a quien desprecian porque es un extraño; o con quien simpatizan porque es un extraño. Y el segundo caso resulta más cruel que el primero.
Al mediodía de aquel lunes, día cinco de junio de mil novecientos sesenta y siete, me convertí en un desplazado, en un exiliado. Un extraño.


[MURID BARGUTI. «El puente». en He visto Ramala. trad. de Iñaqui Gutiérrez de Terán. Madrid, ediciones del oriente y del mediterráneo, 2002.]

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